Podría contar infinidad de experiencias y recuerdos de los que fueron alumnos míos a lo largo de los años, supongo que como todos los que alguna vez hemos sido docentes.
Por distintas razones, por distintas circunstancias y motivos, momentos vividos durante la clase quedan en ocasiones grabados para siempre.
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Pero hoy venía recordando , quizás porque escuchaba música colombiana en el coche mientras conducía, a uno de los más “amorosos” y, al mismo tiempo, menos brillantes alumnos que he tenido. Se llamaba Mateo, era de baja estatura para la edad que tenía, tez pálida y grandes ojos verdosos, y una amplia cabecita con el cabello suave y ondulado. Acababa de llegar desde Colombia, y se incorporó a mi especialidad casi sin decidirlo …recién llegado a una ciudad muy diferente a la suya, en un invierno frío y poco acogedor.
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La experiencia es un grado importante, y en seguida me di cuenta de que sería difícil que hubiera progresos con Mateo. No solamente la falta de condiciones y de base previa iban a ser importantes, aunque eso me preocupaba menos. Lo verdaderamente importante es que creí detectar desde el principio algo parecido a una nostalgia perenne en él, que sólo se resolvía si yo le preguntaba por su país, por su casa, por sus amigos, por su vida allí.
Entonces Mateo se transformaba, se transfiguraba; y aunque nunca aceleraba la respiración, se convertía, sin transición, en un pequeño narrador de historias, de anécdotas, de ricas descripciones de su país. Yo le daba "el pie", como en una obra de teatro, y él comenzaba a hablar, y a hablar, y hablar…y ya no paraba. Rápidamente le adjudiqué un nombre: le llamaba, entre mis colegas, el pequeño Gabo.
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Cuando eso sucedía, su hablar pausado y un poco monótono, pero con gran riqueza de vocabulario , conseguía que yo me transportara en segundos a su mundo. Y me sentía ( valga la metáfora en este caso ) como la gran bufanda que tejía Tita, en “Como agua para chocolate”, larguísima e inacabable, envuelta en su acento dulce e inmersa en una historia mágica que no había vivido, y que solamente tenía lugar , para mí y en ese momento, entre las cuatro paredes de nuestra clase. Pero sabía que era beneficioso para él, y, al fin y al cabo, la que decidía cómo administrar el tiempo del que disponíamos era yo, así que propiciaba sus relatos en cuanto podía. Poco a poco fui combinando la semiescondida terapia con dosis de ánimo y de trabajitos sencillos que pudieran hacerle sentirse mejor y más hábil. Pero no progresaba. Y no progresó.
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Dos años más tarde, volvió con toda su familia a Colombia, después de muchos intentos de adaptación a nuestro país. Supe que volvieron contentos y sin sensación de fracaso. Simplemente lo habían intentado, y no funcionó. Pero cuando me acuerdo de él, como hoy, me alegro. No creo que le vuelva a ver nunca y nunca lo sabré, pero pienso que aquel es su verdadero lugar, y que seguramente acabará escribiendo, o contando o imaginando cuentos e historias interminables, y llenas del sabor , el color y la humedad de su tierra. Ese era Mateo, mi pequeño Gabo, un pequeño narrador.
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La fotografía muestra a Gabriel García Márquez, en el centro, con todos sus hermanos.