Hace unos días releía un libro de Miguel Delibes, "Aún es de día" , que comenzaba describiendo los primeros sonidos que escuchaba al despertar Sebastián , el personaje principal de la novela , en su helada y triste habitación en invierno. Lo cerré rápidamente, no tenía ganas en ese momento de ponerme en el pellejo de alguien en esos trances. Pero me hizo recordar uno de esos momentos favoritos de mi niñez que a veces "saltan" en la memoria , y que transcurría, por el contrario, en verano.
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Uno de los sonidos más sugerentes que recuerdo de mi infancia es el del trajinar de cacharros de mi abuela en la cocina, bien temprano, durante aquellos días de verano que pasábamos en su casa. Yo lo escuchaba desde la cama, al despertarme, y en ese mismo instante sentía esa excitante emoción que nos envolvía siempre que estábamos allí. Como nosotros viajábamos desde el interior, seco y mucho más extremo en las temperaturas del verano, notábamos en seguida la humedad del mar cercano en las sábanas, en la ropa, y por supuesto, en la brisa que entraba por las mañanas a través de las ventanas . Y desde allí, acurrucada entre las sábanas recién estrenadas pero con humedad de salitre, escuchaba las voces, veladas a través de la puerta de la habitación, de mi abuela y de alguna de mis tías , que comenzaban a prepararnos el desayuno. Para entonces, ella ya se había encargado de que no nos faltara mantequilla
pasiega , pero de la buena, y bien que nos recordaba que se la encargaba a Lanza, su amigo de los ultramarinos de la vuelta de la esquina. Y ya teníamos también las “vienas”, unos bollitos de pan recién hecho, y los tazones enormes de loza, de diferentes colores, uno para cada uno.
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La ventana de la cocina era muy amplia, en realidad un ventanal, con tres grandes cristaleras que descendían hasta la altura de la rodilla. Y cuando desayunábamos, ya entraba toda la luz del mundo a través de ella, y lo más emocionante : se veía Santander. Mi mirada saltaba primero el parque que había en frente de su casa ; luego lo hacía por encima de los contornos de las chimeneas de una fábrica que existía a media distancia, y después seguía buscando un poco más allá, y aparecían las siluetas de la ciudad, normalmente envuelta en suave neblina. Algunas veces lucía , ya temprano, brillante y radiante, pero yo siempre la intuía llena de sonidos , muchos, diferentes, y más ricos que los conocidos en nuestra sosa y seria ciudad de interior.
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Aquella cocina, convertida siempre en centro de la casa, se llenaba de achuchones , besos y
estrujamientos de abuela y de tías, también de alguna otra visita que aparecía en ese momento y se encontraba con que “ han venido los de Pamplona”, y de pan con mantequilla, risas, y planes para el día. Todo, la ciudad , el mar , la excursiones por la provincia , los encuentros con otros familiares nos esperaban, una vez más. Todo era pura emoción. Y para aquella niña, era también un auténtico desayuno con diamantes. Nada que ver, afortunadamente, con el del pobre Sebastián.